Lo que más le impresionaba de aquella lámpara que colgaba de una de las paredes de la casa de sus padres, como si fuera el reflejo de una vida saqueada que se negaba a extinguirse del todo, no era que hubiera servido, junto a otras lámparas de su misma especie o de una especie parecida, más o menos avanzada en la peculiar cadena evolutiva de las lámparas mineras, para iluminar las galerías de la mina y convertirlas en grandes avenidas subterráneas; como le había contado algún minero curtido en los avatares de la minería y con ganas de tomarle el pelo.
Eso le habían contado de pequeño. Pero él, a pesar de su ingenuidad y de su tendencia a creer todas las leyendas que surgían de aquel submundo desconocido a fuera de cotidiano, nunca creyó que en la mina hubiera esas grandes avenidas de las que le hablaban, sino, a lo sumo, estrechos agujeros por donde los mineros, con la única ayuda de su lámpara, se deslizaban hacia el centro de la tierra en busca de la gran veta de oro negro que el destino les tenía reservada. Pues, de ser cierto lo de las grandes avenidas iluminadas, a cuento de qué iban a salir tan sucios los mineros después de su jornada de trabajo. Además, para qué querrían los mineros cargar con la lámpara, si las galerías de la mina ya estaban lo suficiente iluminadas.
Tampoco le impresionaba ya, al menos no tanto como cuando se lo contaron, el hecho de que aquella lámpara y otras de su misma especie o de una especie parecida hubiera cambiado de un modo radical el destino de muchos pájaros, tan frágiles como los que él mataba sin ningún atisbo de culpa en su semblante. Quizá, cuando se lo contaron, ya lo tenían por un consumado cazador de gorriones y quisieron demostrarle la importancia que aquellos frágiles animales tenían para su equilibrio vital y para su memoria posterior. Lo cierto era que, antes de que lámparas como aquella lo sustituyeran en su delicada y peligrosa tarea, los mineros utilizaban a jilgueros y canarios, principalmente como cebo del grisú: el gas letal que lo mismo te abocaba a una muerte dulce a través de un sueño del que no se despertaba nunca o hacía reventar las entrañas de la tierra si el pico o el martillo osaban penetrar en su guarida. La realidad siempre supera a la leyenda: la fragilidad de los pájaros servía para advertir de la amenaza de la muerte, en muchas ocasiones a cambio de propia muerte, para salvar de una muerte segura a los mineros, cuando todavía no existían lámparas como aquella.
Lo que más le impresionaba era que, después de tanto tiempo varada en aquella pared, sin combustible pero con muchos secretos por descubrir, todavía emitía breves e insistentes destellos-como si le animara a acercarse más, a tocarla para saber que era real o a llevársela a otros parajes más solidarios con los recuerdos-cada vez que él se plantaba ante la pared para contemplarla sin atreverse a descolgarla o, al menos, tocarla y retirarse. No fuera a ser que se tratase de la lámpara mágica capaz de concederle un deseo y él no supiera, en ese momento mágico, elegir cuál entre los muchos que se acumulaban desde su infancia, cuando le contaron todo aquello, quizá sin ánimo de tomarle el pelo.
Texto escrito por Aurelio Loureiro para la exposición “LUCES EN LA MINA”
del MSM
Eso le habían contado de pequeño. Pero él, a pesar de su ingenuidad y de su tendencia a creer todas las leyendas que surgían de aquel submundo desconocido a fuera de cotidiano, nunca creyó que en la mina hubiera esas grandes avenidas de las que le hablaban, sino, a lo sumo, estrechos agujeros por donde los mineros, con la única ayuda de su lámpara, se deslizaban hacia el centro de la tierra en busca de la gran veta de oro negro que el destino les tenía reservada. Pues, de ser cierto lo de las grandes avenidas iluminadas, a cuento de qué iban a salir tan sucios los mineros después de su jornada de trabajo. Además, para qué querrían los mineros cargar con la lámpara, si las galerías de la mina ya estaban lo suficiente iluminadas.
Tampoco le impresionaba ya, al menos no tanto como cuando se lo contaron, el hecho de que aquella lámpara y otras de su misma especie o de una especie parecida hubiera cambiado de un modo radical el destino de muchos pájaros, tan frágiles como los que él mataba sin ningún atisbo de culpa en su semblante. Quizá, cuando se lo contaron, ya lo tenían por un consumado cazador de gorriones y quisieron demostrarle la importancia que aquellos frágiles animales tenían para su equilibrio vital y para su memoria posterior. Lo cierto era que, antes de que lámparas como aquella lo sustituyeran en su delicada y peligrosa tarea, los mineros utilizaban a jilgueros y canarios, principalmente como cebo del grisú: el gas letal que lo mismo te abocaba a una muerte dulce a través de un sueño del que no se despertaba nunca o hacía reventar las entrañas de la tierra si el pico o el martillo osaban penetrar en su guarida. La realidad siempre supera a la leyenda: la fragilidad de los pájaros servía para advertir de la amenaza de la muerte, en muchas ocasiones a cambio de propia muerte, para salvar de una muerte segura a los mineros, cuando todavía no existían lámparas como aquella.
Lo que más le impresionaba era que, después de tanto tiempo varada en aquella pared, sin combustible pero con muchos secretos por descubrir, todavía emitía breves e insistentes destellos-como si le animara a acercarse más, a tocarla para saber que era real o a llevársela a otros parajes más solidarios con los recuerdos-cada vez que él se plantaba ante la pared para contemplarla sin atreverse a descolgarla o, al menos, tocarla y retirarse. No fuera a ser que se tratase de la lámpara mágica capaz de concederle un deseo y él no supiera, en ese momento mágico, elegir cuál entre los muchos que se acumulaban desde su infancia, cuando le contaron todo aquello, quizá sin ánimo de tomarle el pelo.
Texto escrito por Aurelio Loureiro para la exposición “LUCES EN LA MINA”
del MSM